EL LABERINTO DE CRETA de Marco Denevi
La casa donde nació
Teresilda Palomeque tenía cuarenta habitaciones, diez patios y ocho jardines.
Sin prisa y sin pausa
se le fueron muriendo los padres, los hermanos todos solteros pero con una
picadura en los huesos, las hermanas todas casadas aunque de salud muy frágil.
Teresilda, la menor,
no se casó y sin embargo persistió en vivir sola y unánime en la insondable
mansión.
Deambulaba por los
aposentos, se paseaba por balcones y belvederes, subía y bajaba escaleras,
trepaba a los áticos y a las terrazas, descendía a los sótanos, recorría los
pasillos, las logias y los diez patios, serpenteaba entre los muebles y
mariposeaba en los jardines.
En la vecindad corría
el rumor de que Teresilda se había dividido en quince o veinte Teresildas todas
iguales, porque costaba creer que una sola abriese tantas puertas y se asomase
a tantas ventanas, por no mencionar el hecho increíble de que no tuviera el
menor vestigio de fatiga ni alguna sirvienta que la ayudase en los quehaceres.
Una vez al mes los
sobrinos la visitaban para aliviarle hoy un marfil y mañana una tetera de plata
y le decían:
—Por Dios, tía
Teresilda. Es absurdo que te empeñes en vivir sola en este tremendo caserón. El
día menos pensado amanecerás muerta de esa misma fatiga que estás acumulando
sin darte cuenta pero que en cualquier momento se te caerá encima como una
montaña.
Y agregaban con
alguna brutalidad, fruto de la preocupación:
—Si es que antes no
entran ladrones y te estrangulan o te clavan un puñal en el pecho.
Al fin Teresilda se
convenció de que se sentía cansada, aparte de amenazada por la delincuencia. En
seguida los sobrinos iniciaron los trámites.
Una mañana Teresilda
supo que la llevaban a una escribanía y que le hacían firmar unos papeles. Y
esa misma tarde se enteró de que se había mudado a un departamento de la calle
Vidt llevándose algunos muebles porque para qué más, Teresilda, por Dios,
gemían los sobrinos, quienes en seguida la dejaron sola para distribuirse el
resto del mobiliario.
Teresilda estaba
habituada a la soledad, así que se sintió a gusto. Pero también estaba
acostumbrada a las felices correrías por las habitaciones, y quiso reanudarlas.
Dio un paso y tropezó
con una pared. Dio otro paso en dirección contraria y chocó contra otra pared.
Volvió a cambiar el rumbo y se llevó por delante una cómoda. Giró y la detuvo
una mesa. Volvió a girar y embistió un aparador.
Vio una puerta, la
abrió y no era una puerta para salir sino para entrar. Retrocedió, se golpeó
con una ventana, quiso abrirla y asomarse, se asomó y del lado de afuera estaba
el lado de adentro. Miró y miró y donde miraba los ojos se le hacían pedazos.
Entendió que estaba
atrapada en un laberinto, en los vericuetos de una arquitectura caótica, en un
dédalo tan enredado que no habría forma de salir, y ella moriría de hambre y de
sed o devorada por algún Minotauro.
Para qué gritar:
nadie la oiría desde la remota calle Vidt.
Un mes después los
sobrinos la buscaron por todo el único cuarto del departamento, la buscaron en
la cocina americana y en el baño empotrado, la buscaron hasta en el pozo de
aire y dentro de los muebles. Pero no la encontraron.
Es un misterio cómo
habrá podido Teresilda abandonar el laberinto y fugarse nadie sabe a dónde.
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